La pereza ha calado hondo en mi y me distraigo con el vuelo de una mosca. creo que esta historia aparte va a durar un poco más. Cuando la complete, la publico entera por que si no es un tostón tener que leerla al reves.
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Me levanto a pesar de las molestias y me voy a la ducha, una vez un amigo me dijo que beber como los hombres no era beber más que nadie si no, cumplir con tus compromisos al día siguiente a pesar de la resaca.
Después de la ducha tomo un copioso desayuno aderezado con unas cuantas pastillas que me ayudan a despejar un poco la cabeza. Hoy, como de costumbre tengo poco que hacer. Tener dinero y las cosas bien organizadas es lo que tiene, que trabajas poco, casi más para matar el tiempo que otra cosa. En mi caso, trabajar es ir a saludar a unos cuantos clientes, invitarles a comer y demostrarles que, a pesar de lo grande de mi empresa, ellos son clientes preferentes. Siempre insisten en invitarme ellos a mi, pero teniendo en cuenta la cantidad de dinero que les facturo nunca he tenido reparos en negarme en redondo.
Hoy, mi agenda me dice que comeré en un asador segoviano en la calle de la Escalinata, que trae los corderos lechales de la misma Sepúlveda Se supone que el restaurante tiene un horno reconstruido piedra a piedra de un asador centenario que desmontaron hace no demasiado tiempo, propiedad del difunto bisabuelo del dueño y cocinero del local. La leña también la importan a fin de reproducir el sabor con total exactitud. Todo esto no está en la agenda, la historia es la que me ha contado, un gallego simpatiquísimo con el que voy a comer hoy por motivo de negocios.
Una vez en el restaurante y en un reservado, Fran y yo degustamos unos estupendos cuartos de lechal con una ensalada exclusivamente de lechuga, y un excelente Ribera del Duero, joven como el cordero que nos acabamos de comer. Para cuando terminamos la comida tenemos bastante claro que somos muy amigos el uno del otro. Fran me propone seguir la fiesta en un local que conoce muy cerca de aquí, pero son las cuatro y media de la tarde y no me apetece conectar la resaca de ayer con la de mañana, al menos no tan pronto, todo llegará. Me despido cordialmente de Fran, que ya está buscando en su agenda del móvil a quien liar, y salgo del restaurante.
Subo las escaleras que dan directamente a la plaza de Opera y entonces me acuerdo de algo. La imagen de la boca de riego y del indigente vuelven a mi transportandome de nuevo al episodio que viví la noche pasada. Cuando quiero darme cuenta, estoy en el mismo sitio que la última vez mirando directamente a la misma tapa metálica. Como en un sueño me agacho y tanteo la tapa. No cede. Obstinado vuelvo a intentarlo una y otra vez sin éxito y finalmente agotado por el esfuerzo, se me ocurre que tal vez exista algún mecanismo de cerradura que desconozco. Hurgo en las oquedades de la tapa durante cinco minutos y harto de no conseguir nada caigo sentado en el césped con el dedo aun enganchado en la herméticamente cerrada tapa de metal.
-“Estoy un poco borracho” murmuro para mi mismo, tal vez como una justificación por lo anómalo de mis actos. De improviso, escucho un tumulto a mis espaldas y cuando me giro descubro que entre la gente se está abriendo paso el mendigo de la noche pasada. Aterrado me incorporo para desatascar mi dedo y, para mi sorpresa, con el impulso abro la anhelada tapa de riego. En su interior sumergida en un agua sucia y fría puedo ver una desgastada piedra que inmediatamente llama mi atención. Durante unos instantes que se hacen eternos mis dedos se cierran sobre el objeto de mis deseos, luego el grito desgarrado del anciano que ya casi está encima mío me devuelve a la realidad.
-“!Suelta eso desgraciado, no sabes en lo que te metes¡” Su mano se extiende hacia mi como una garra y sujeta mi camisa mientras la otra se eleva dispuesta a golpearme. Su gesto está torcido y su mirada fija en mi mano cerrada.
-“!Suélteme¡, se ha vuelto usted loco”, su puño me impacta en la cara con escasa fuerza pero con contundencia suficiente para despertar en mi los instintos más básicos. Me levanto del suelo con rapidez dejando los botones de la camisa entre los dedos del obtuso indigente y hecho a correr mientras miro hacia atrás para comprobar que nadie me sigue, presa de una mezcla confusa de sentimientos, porque de repente no se si tengo miedo de que este anciano siga golpeándome o de perder mi recién adquirido tesoro.
Las prisas, el miedo y no mirar por donde voy, provocan que no me percate de que en mi trayectoria hay una boca de alcantarilla abierta. Tropiezo con la valla que debería haber prevenido mi accidente, doy una vuelta de campana y caigo a un oscuro vacío de cabeza mientras me golpeo con las paredes del pozo. Lo último que siento es un sordo golpe al golpear mi cabeza contra el suelo.
[continua]
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