Friday, June 09, 2006

Un puñado de recuerdos

He tardado en volver a escribir, pero aquí vuelvo. La verdad es que ideas tengo pero me cuesta trasladarlas en algo coherente y legible...
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Un puñado de recuerdos

Ana tiene 30 años, su vida, como ella lo considera, no ha sido vida. Dejó los estudios a una edad muy temprana y se dedicó a salir de copas con los amigos. Cuando se quiso dar cuenta ya no le apetecía volver a la universidad y prefirió formarse en un trabajo. Con su carrera inexistente y su falta de voluntad, sólo logró encontrar un puesto en un supermercado. Algo temporal se dijo a sí misma.

Como todos los días Ana está trabajando en el supermercado. Lleva aquí más de diez años. Se le han hecho eternos, pero no ve que pueda hacer ninguna otra cosa. Se siente atrapada. Como siempre, en mitad de su pequeño descanso, se para a hablar con Manuel, el repartidor.

-“Mi vida está llena de recuerdos, sólo tengo recuerdos”, le dice con tristeza, “Los anoto todos en un diario, pero mejor sería borrarlos, porque no han merecido la pena, no se para qué me sirven”.

Cuando se gira, delante de ella tiene a un cliente. Va vestido con un suéter de un amarillo casi fluorescente y unos pantalones piratas de pana. Lleva el pelo muy mal cortado y no se puede decir si es hombre o mujer. No se fijó mucho en él cuando entró, pero es normal ver a gente así en el supermercado, al lado hay una Iglesia donde reparten ropa. Por norma general nunca dan problemas y como Manuel está en la tienda ahora no le preocupa.

-“A mi me vendrían bien unos recuerdos” le dice. –“He comprado sardinas porque tengo hambre, pero preferiría los recuerdos”.

-“Si quieres los míos te los vendo” le dice Ana. Manuel se ríe a carcajadas.

El cliente se toma una pausa para valorar lo que le han dicho y finalmente responde. -“Claro, cuanto quieres por lo tuyos”, Ana va a decir una cifra, pero Manuel, se quiere hacer el gracioso y la interrumpe.

-“Bueno, si queréis hacer una transacción de esta magnitud, lo mejor será realizar un contrato.” Ahora Manuel ha adoptado un aire extremadamente serio, aunque a duras penas puede contener la risa.

Ana se muestra encantada con la idea. Se lo está pasando bien durante un rato para variar. El extraño cliente sin embargo asiente con solemnidad y del bolsillo de atrás de su pantalón saca unas hojas arrugadas y ya impresas por un lado, como si las hubiera rescatado de alguna basura.

Como están limpias, Ana no pone reparos en rellenarlas y coge un bolígrafo. Manolo le dicta mientras adopta una pose solemne agarrándose las solapas de su chaquetilla y mirando ligeramente hacia arriba.

-“Hmmm. Estando presentes Doña Rosa Jiménez Jímenez, por propia voluntad y en posesión de sus facultades cognitivas… o algo así… en adelante LA VENDEDORA y don…”. Los dos miran al cliente, pero éste encoge los hombros y dice – “No me acuerdo”

-“…Y don Nomea Cuerdo en adelante EL COMPRADOR”, prosigue rápidamente Manuel ante la sonrisa de Ana. -“…Plenamente facultado y con potestades propias etcétera… Acuerdan realizar la venta de los recuerdos de LA VENDEDORA al COMPRADOR por una cantidad de dinero igual a…”

Ana no puede contener ya la risa y aunque no para de escribir, tiene dificultades para seguirle el hilo a Manuel. El cliente sin embargo, al oír la mención de la palabra “dinero”, procede rápidamente a sacar un fajo de arrugados billetes y monedas sucias, y los tira sobre del mostrador.

Las risas paran. Manuel, ante la expectación de Ana, cuenta y en total suma quinientos sesenta y tres euros.

-“Es todo lo que tengo” dice el misterioso cliente. Ana y Manuel intercambian ahora una mirada más seria. Manolo es todo reflejos y no permite que la conciencia de Ana, ni la suya propia, reaccionen.

-“… por la cantidad de QUINIENTOS SESENTA Y TRES euros. Ya solo falta firmar”
El cliente firma con una tímida equis. Rosa estampa su firma. Cambian el contrato por el dinero y el cliente sale por la puerta tambaleándose, como entró, pero con una sonrisa un tanto dubitativa en su cara.

Cuando ha salido, Ana se da cuenta de que se ha dejado su lata de sardinas y sale para dársela, pero ya no es capaz de distinguirle en la calle. A Manuel le ha faltado tiempo para recoger el dinero y empezar a dividirlo.

Esa noche Ana se va con Manuel de fiesta y se gastan una buena parte del dinero. Tal vez, éste sí sea un recuerdo que atesorar piensa Ana, y se propone no olvidar nunca esto que le ha ocurrido.

Rosa tiene 30 años. Trabaja en un supermercado. Lleva mucho tiempo allí y la verdad, sus compañeros son como de la familia. No ha tenido una vida como las que salen en las películas, pero se puede decir que dentro de lo que cabe es feliz. Como todos los días va a trabajar a su puesto de cajera y en su descanso conversa con Manuel, el repartidor. Esa misma tarde un cliente un poco raro quiere entrar en el supermercado. Mira hacia el infinito, como si buscara algo y parece bastante desaliñado y confuso.

Manuel está abriéndole la puerta, cuando Rosa se levanta de su puesto y le obliga a cerrarla.

-“Aquí no vendemos lo que tu quieres, vete a otro sitio”.

6 comments:

Anonymous said...

rjrssshsh rssshshhshsj (todavía me rasco la cabeza)

fantastique!

Anonymous said...

Siempre que hago la compra, como cuando me sumerjo cualquier otra tarea tediosa, suelo llevar un libro. Años de experiencia me han permitido desarrollar una especie de radar, como los murciélagos o los delfines, que me advierte de los obstáculos a sortear. Lo mecánico de la tediosa tarea hace el resto.

En el super de mi actual barrio, la mujer que trabaja como cajera una vez me interrumpió, no solo para decirme cuánto debía pagar, sino para opinar acerca del best seller que, casualidades de la vida, en ese momento me traía entre manos. Creo recordar que podía ser Los pilares de la tierra, aunque también podría haberse tratado del Código d`Vinci, o algo similar.

Desde entonces, cuando voy a comprar la llevo algún libro que sospecho la pueda gustar. Mi último acierto, fácil era, El último judío, de Noah Gordon.

No sé por qué, el momento de pagar en un supermercado siempre me ha parecido fascinante: las mercancías deslizándose en la cinta transportadora, el escote que se atisba, el impúdico gesto de sacar un burruño de dinero anticipando una complicidad por no tenerlo ordenado y planchado en una cartera, adalid de la caballería que dejas pasar antes a la anciana señora, ejercicio detectivesco de analizar la personalidad del compañero de compras en función de lo que lleva en la cesta…

En fin, que fue muy emocionante en pleno ejercicio de onanismo mental escuchar cómo me hablaba de la novela en cuestión. Por un momento, nos olvidamos de la cola que se impacientaba y allí, habla que te habla, casi como dos adolescentes enamorados…

Bueno, pues eso, que, una vez más, me ha gustado el relato.

Anonymous said...

Por cierto, ha mejorado el diseño: mucho más legible, que es lo único importante.

zafyro said...

En Bélgica lo hacen así :]. Por cierto, lo de ostentar de libro "discretamente" cuando crees que puede llamar la atención es algo de lo que yo tambien me podría confesar. En mi caso me ha ocurrido un par de veces en el metro con gente que también iba leyendo...

Luxxor said...

Otro relato de memorias. Curiosamente ando leyendo a un autor de C.F.(Peter F. Hamilton) que viene a decir que los seres humanos no somos más que nuestros recuerdos, pero no lo acabo de compartir.

Lo de "ostentar" de libro me ha llamdo la atención, yo que siempre he pensado que en este país uno debe de ocultar que le gusta leer algo que no sea la prensa deportiva ;)

joako said...

Sería un bonito debate, aunque la afirmación de que sólo somos nuestros recuerdos puede sonar un poco radical, en gran parte tiene razón, somos lo que hemos hecho en nuestra vida.

Por otro lado no hay que perder de vista que también somos lo que vamos a hacer, ese famoso potencial (lo que podríamos hacer).

Un ser humano entonces se va definiendo con el paso del tiempo hasta el momento en el que sabe exactamente lo que es y por lo tanto desaparece.