Sunday, November 19, 2006

Friday, November 17, 2006

Ho, Ho, Ho.

Este relato lo escribí para participar en un concurso de cuentos con temática navideña. Finalmente no llegué a tiempo pero aprovecho y lo publico en mi blog. Hace poco mantuve una conversación sobre la fe más concretamente sobre la ausencia de ella. No solo en aspectos religiosos, claro. Quisiera añadir a mi lista de cosas en las que he perdido la fe temporalmente [espero recuperarla] "La navidad". Sin más preambulos, el cuentecillo.

Ho, Ho, Ho.

-¡Feliz Navidad, Feliz Navidad! – David grita esta frase una y otra vez mientras agita una pequeña campanilla de bronce y golpea sus pies en el suelo para intentar sacudirse el frío que se le cuela por las suelas de sus zapatos.

La calle está repleta de gente sonriente que acude a su cita anual con los grandes almacenes para comprar todo lo que tendrán que pagar el año que viene. Una pareja lleva a un niño a rastras mientras intentan entrar por las puertas de uno de estos templos del consumismo. El niño se ha quedado embobado mirando a David en su ridículo disfraz de Papa Noel.

-Tú no eres Papa Noel. Papa Noel es mucho más gordo y no lleva un traje verde.

-Feliz Navidad. –David no pretende darle más réplica. La pareja forcejea con el niño que está empeñado en descubrir un fraude navideño. Suficientemente mal lo está pasando estas navidades para ahora tener que dar explicaciones, a un chaval que no levanta más de un metro del suelo, de porqué la compañía que le está pagando dos duros por pasar frío en la calle, ha decidido que Papa Noel vista de verde.

-HohohoFelizNavidad. –David agita su campanilla como si quisiera espantar al molesto infante, mientras él mismo da unos pasos alejándose. Subir y bajar la calle sería más cómodo si las suelas de las botas que lleva por disfraz no fueran tan planas. Ha llovido un poco y ahora cada vez que da un paso y pisa las resbaladizas baldosas de la calle comercial en la que se encuentra resbala ligeramente. Lo último que le queda a su autoestima, es el bastión de no haber caído al suelo hasta ahora.

-Feliz navidad señor, le deseo feliz navidad. – David agita la campanilla delante de la cara del ejecutivo que acaba de pasar.

-Búscate un trabajo de verdad.

-Ho, hou, … - David está empezando a cuestionarse si le pagan lo suficiente por hacer esto. No solo es la humillación de que te obliguen a practicar los “ho, ho, ho”, o que cada cierto tiempo tengas que hacer el baile del teléfono móvil, es que además tienes que aguantar este tipo de actitudes.

Y se supone que es navidad, en navidad la gente debería pensar en otras cosas que no sea ir de compras u organizar enormes cenas. Menuda broma lo del espíritu navideño. Tanta historia con las fiestas de navidad, tanto rollo cuando eres niño y cuando creces descubres que no es otra cosa que una fecha promocionada por los vendedores y los grandes almacenes. Feliz navidad, te dicen mientras llenan la pantalla de tu televisor de gente que es feliz y compra, es feliz y compra, es feliz… y compra. El mensaje está claro. Navidades, compra.

Está claro que si el pudiera se olvidaría de esta chorrada del papa Noel verde y estaría en su casa al calor de su pequeño hornillo o en esta misma calle, vestido con ropas menos llamativas y comprando para ser un poco más feliz.

-David, hay que bailar. –Fernando, otro Papa Noel verde, le toca el hombro por la espalda y le indica un escenario que han montado en mitad de la calle para llamar más la atención. De esta manera, si bailando a nivel de calle alguien podría no verle, allí era virtualmente imposible que ninguno de los viandantes evitara posar sus ojos sobre los dos esperpentos verdes que se retorcían al ritmo de la conocida tonadilla musical de la marca que pretendían promocionar.

Penosamente David sube al escenario ayudado por Fernando y se prepara para la danza. A su alrededor queda formado un corro de curiosos. En la cara de la mayoría de la gente descubre sorpresa, no se esperaban ver este tipo de espectáculo en mitad de la calle aunque les entretiene. Otros, un grupo muy surtido, directamente se mueren de risa. Por último, los menos, pasan de largo evitando mirar a los pobres infelices, que se ven obligados a trabajar en estas fechas, en mitad de la calle, con este frío y disfrazados.

Cuando termina el baile unos tímidos aplausos se escuchan entre la multitud que ya se dispersa.

-Como me gusta este trabajo. –A Fernando le encanta sobretodo la parte del baile. David no puede ocultar su cara de sorpresa cada vez que le comenta lo bien que se lo pasa.

-No entiendo que le ves de positivo, ‘hoho hoho’. -David agita su campanilla tan penosamente que más que tintinear gruñe.

-¡Les damos felicidad y alegría!, ¿has visto que caras ponen los chiquillos cuando nos miran?- David no suele mirar a los niños, ya ha tenido suficientes experiencias negativas con ellos durante la semana que lleva interpretando este colorido papel.

-¡FELIZ NAVIDAD HO, HO, HO! ¡FELIZ NAVIDAD¡ -Contento como un animalillo, Fernando se aleja de David e intenta imitar a Papa Noel. Su voz es muy aguda y lo único que consigue son unas cuantas papeletas para tener una afonía al día siguiente.

Cinco años de carrera interpretativa para acabar junto a un chaval de veinte tacos gritando felicitaciones navideñas y bailando espasmódicamente en un escenario en mitad de una de las calles más transitadas de toda la ciudad. Al menos la barba no deja que se le reconozca tan fácilmente.

Hace ya un rato que le está doliendo la cabeza y las insistentes proclamas de Fernando a voz en grito no ayudan en absoluto a calmar su dolor. Algo hay que hacer para solucionarlo.

-Fernando, amigo, para un momento. -David le pone la mano en el hombro y Fernando pega un pequeño respingo, esta tan centrado en hacer sonar su campana tan fuerte como pudiera que no se ha percatado de la presencia de David hasta que este le toca.

-¡Feliz Navidad, Feliz Navidad!, ¡HO HO HO!

-Sí, Fernando, sí, feliz Navidad, pero tranquilízate. No por agitar más fuerte ese cacharro de metal vas a hacer feliz a más gente. - Sobretodo a mi, piensa David. - Si paras un momento de agitar esa campana, te cuento como has de hacer para repartir felicidad adecuadamente.

Fernando, que es un entusiasta como un niño, asiente casi con ansiedad. Su interés por las lecciones de David es sincero, tan sincero que David se siente en la obligación de demostrar que cinco años de universidad para actores, pagados del sudor de su frente y la de sus padres, han merecido la pena. Si uno debe ser Papá Noel, lo será con todas las de la ley, pero sin agitar la maldita campanilla.

-Lo primero que has de hacer es tener un poco de porte. Si no te colocas bien la almohada que hace de barriga no darás la impresión que pretendes. –Entre los dos se afanan en acolchar la mullida almohada, David no la necesita, en ese sentido él se basta para compensar esa parte del disfraz. -Los hombros erguidos la cabeza firme… ahora, nos arreglamos la barba, que quede bien lucida, y ante todo mantenemos actitud jovial, hemos venido hasta aquí con una misión, repartir regalos y felicidad, y eso se tiene que notar en la mirada. -David que inconscientemente ha ido haciendo caso de sus propias instrucciones, no se da cuenta, pero mirándole atentamente hay un grupo de gente expectante. – Y finalmente la voz, es una voz grave que sale desde muy dentro, no has de contenerla, mira, -David Carraspea para aclararse la garganta.
–HO, HO, HO, ¡Felíz Navidad!

Fernando le mira con los ojos abiertos de par en par mientras aparta la barba de su cara con la boca abierta. Inmediatamente, como si de una señal se tratara, unos blancos copos de nieve caen desde el cielo, el centro comercial aprovecha este mismo instante para encender todas sus luces navideñas y un artista callejero se decide por “Happy Christmas” de John Lennon. Un niño tironea el abrigo de su padre y señala a David mientras sonríe ilusionado. De improviso, la navidad inunda la calle.

Saturday, November 04, 2006

Papiroflexia

Este Relato, es la continuación a un cuento que escribí hace bastante tiempo y parte de una serie que tenía lugar en un universo que denominé "mundogris". La foto está tomada en el intercambiador de Moncloa.
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Papirofléxia
Érase una vez un mundo gris, triste y monótono. Érase una vez una ciudad apagada y sin vida. Érase una vez un personaje abandonado de toda vitalidad y dedicado a su día a día.

Todas las mañanas, extremadamente temprano, antes de que el sol empezara su diaria pelea para iluminar un poco los grises jirones de niebla de la ciudad, se levantaba para acudir a las oficinas en las que trabajaba desde hacía ya 15 años.

Su puesto era un lugar destacado entre la muchedumbre. Y aun así, era uno más de tantos otros. Sistemáticos, aburridos, constantes e idénticos pequeños hombres grises.

Sus días quedaban iluminados no por el tenue sol, si no por la presencia de un pequeño niño que todas las mañanas, ofrecía a los trabajadores de su centro pequeñas tazas de café. A diferencia de sus compañeros, a la hora del descanso, él bajaba a la calle y buscaba al joven comerciante. La presencia del niño y los aromas de la bebida le transportaban a épocas más cálidas.

Un día, por mucho que buscó al niño no fue capaz de encontrarlo. Preguntó por él, pero nadie supo decirle que había pasado o a donde había ido. Es más, pocos recordaban haberle visto.

Sólo entonces descubrió lo vacía que hasta entonces había sido su vida. La monotonía de todos los días se le hacía ahora agotadora y veía como su vida desembocaba en un triste charco de agua estancada.

Agotado en su habitación, a la luz de un intermitente halógeno que aun no había tenido tiempo de reparar, sentado en su pequeña cama y solo, intentó recordar que es lo que le hacía la vida más pasajera cuando era más joven.

Se propuso anotar en un papel las cosas que antes hacía y que ahora, por la responsabilidad del trabajo o por el cansancio acumulado, había dejado de hacer. Pero había pasado mucho tiempo y ya no se acordaba de nada. La hoja seguía vacía y desafiante… amenazando con ser su prospecto de futuro.Indagó en lo más profundo de su memoria sus años más jóvenes y logró recordar las cosas que le enseñaron cuando era muy niño. El abecedario, los colores, los juegos, las manualidades…

Decidió que para retomar su vida, debía reconstruirla desde el principio y se procuró papel, lapiceros y tijeras. Escribir y otras tantas cosas básicas no se le habían olvidado así que, su primer paso sería hacer una pajarita de papel. Intento mil dobleces distintos, plegó el papel de infinitas maneras, pero no había forma… ya no se acordaba de cómo se hacía. Tras mucho buscar en su casa encontró un manual serio y gris que explicaba la manera precisa de hacer el truco. Abandono entonces su tarea y se decidió a retomarla al día siguiente.

Después del trabajo, regresó a casa agotado pues la noche anterior había dormido poco. Se sentó en su cama y cogió su manual. Las instrucciones eran escuetas, sencillas y pulcras.

- Utilizar papel manejable.
- Realizar un plegado cuidadoso y pulcro, especialmente en los vértices.
- Trabajar en una superficie dura y lisa.
- La perfección en el doblez se alcanza pasando la uña del dedo pulgar a lo largo del pliegue.
- Seguir cuidadosamente la secuencia de confección de la figura.
- No eliminar pasos intermedios.
- Poner atención en cada paso, a su ejecución y dirección.
- Estar concentrado en la labor a desarrollar.
- Trabajar con las manos limpias.

Empezó por el final y se lavó las manos con mucho cuidado. Extendió su primera hoja de papel en blanco y lenta pero metódicamente hizo todos los pasos necesarios hasta que logró su pequeño pájaro de papel. No tenía vida, era gris, feo… monótono. Los pajaritos de papel de su memoria le llenaban de alegría pero este sólo le hacía pensar en todo el tiempo que había perdido haciéndolo.

Molesto por este fracaso, realizó otro pajarito de papel. Si lo hacía con más entusiasmo sería mejor. Otro fracaso. Y otro… y otro más y otro, y otro y otro... Pronto su cama estaba llena de pajaritos de papel, grises, feos y expectantes, como si de un siniestro ejercito papirofléxico se tratara. Abatido, los lanzó al suelo y se derrumbó sobre su cama intentando dormir las pocas horas que le quedaban antes de tener que volver a su trabajo.

Al día siguiente estaba más cansado aun, al llegar a casa tenía pensado tumbarse y dormir todo lo que le faltaba, al no haber descansado lo suficiente, no había podido concentrarse en el trabajo y había tenido que saltarse la comida para recuperar el ritmo. Pero los pajaritos de papel estaban allí, esperando detrás de la puerta. Arrugados y retorcidos pajaritos realizados según los metódicos pasos de su manual.

Sin poder dejar de fijarse en los pequeños monstruos se recostó en su cama, pero no podía conciliar el sueño. Sus imperfectas creaciones no se lo permitían. Con esfuerzo, se volvió a levantar y se sentó otra vez en su cama preparado para hacer otro intento. Hizo cinco, diez, quince pajaritas y no logró más que quedarse sin papel. Sus pájaros eran secos, monótonos y de alguna manera, que sólo él sospechaba, resentidos por no tener espíritu, por ser grises y apagados. Destrozado por el cansancio, cayó dormido entre una horda de pájaros de papel que nunca volarían.

Al día siguiente se despertó tarde y no llegó a tiempo al trabajo. Para compensar, tuvo que realizar tareas que no le correspondían, y ya había caído la noche cuando logró regresar a casa. Los pájaros estaba ahí, inmóviles, acechándole desde todos los rincones de su habitación. El cansancio acumulado de todo el día le golpeaba como un martillo, pero estaba decidido a terminar de una vez por todas un único pajarito de papel que le satisficiera.

Se sentó en su cama y se dispuso a empezar, pero no le quedaba más papel. Desesperó durante un momento y buscó por toda su casa hasta que descubrió su manual. Arrancó hoja tras hoja mientras hacía los pliegues necesarios, y para cuando terminó con él, descubrió que sus pajaritas eran sutilmente diferentes a las anteriores. Tal vez, al destruir el libro, había logrado escapar de la monotonía.

Pasó la noche en vela realizando todo tipo de pliegues con todos los libros, manuales o trozos de papel que encontraba, saltándose pasos y usando hojas irregulares. Poco a poco sus pajaritos cobraron color. Satisfecho, y con el sol entrando por la ventana se derrumbo en su cama arropado por sus creaciones de papel.

Durante el día el teléfono no dejó de sonar. Pero su cansancio era tal y su sueño tan profundo que no lograron despertarle. Por la noche, cuando logró abrir de nuevo sus ojos, encontró que alguien había deslizado por debajo de su puerta una carta, con el sello de su empresa. No se molestó en abrirlo.

Feliz y rodeado por una pequeña multitud de pajaritas sonrientes entendió cual había sido su gran error. Había seguido las instrucciones de un libro gris queriendo hacer pajaritas de colores. Le quedaba un último paso, abrió la única ventana que tenía en su cuarto y liberó sus aves de papel iluminando durante un momento la oscura noche de de la gris ciudad, llenándola de color.